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jueves, 11 de diciembre de 2014

México, ante el abismo del vacío político

11:10 La desaparición de los 43 estudiantes de la escuela normalista de Ayotzinapa, hace ya dos meses, creó la crisis política más importante de los últimos años. No sólo alcanza a los organismos de seguridad, como la policía y al propio Presidente Enrique Peña Nieto, sino también al PRD, principal partido de oposición de centro izquierda

Las crisis políticas buscan, tarde o temprano, un cauce. El problema es cuando las salidas posibles aparecen obturadas porque todos los actores, de una y otra manera, son parte de esa crisis. Algo así parece estar ocurriendo en México, que desde hace dos meses está sumido en una vorágine política y social, desde que el país quedó estupefacto ante la desaparición de 43 estudiantes. A lo que se suma la aparición casi cotidiana de cuerpos en fosas comunes, producto de las investigaciones para hallar a los adolescentes secuestrados.Antes este escenario de zozobra, el sistema político mexicano cruje.

El jueves pasado, el presidente Enrique Peña Nieto anunció una serie de reformas orientadas a dar respuesta a la convulsión política y social desatada. La más importante es la eliminación -gradual- de las policías municipales y su reorganización en torno a policías estatales. El diagnóstico es evidente: Ayotzinapa dejó a la vista los vínculos entre la policía del municipio de Iguala con el grupo narco “Guerreros unidos”, lo que muestra que las estructuras de seguridad, cuanto más locales, más fáciles son de corromper por las organizaciones ilegales.

Frente a eso, Peña Nieto propone una nueva centralización del mando, así como también una mayor injerencia del gobierno federal sobre los municipios. Algo a tener en cuenta en Argentina, cuando el debate por la seguridad se inclina de forma demasiado sencilla hacia las supuestas virtudes de tener policías municipales. Al menos en México, todos los actores políticos están de acuerdo en que ese esquema fue funcional para el avance del narco sobre las estructuras de seguridad del estado.

Sin embargo, este anuncio presidencial está lejos de mostrar fortaleza. Mientras pudo, Peña Nieto intentó hacer correr el tiempo, acusar a las manifestaciones de “violentas”, tener gestos “humanos” antes que políticos como recibir a los familiares de los secuestrados y realizar una gira por Asia de una semana, cuando las calles de México hervían con bronca y furia.

Algunas organizaciones civiles, incluso, piden la renuncia del Presidente. Andrés Manuel López Obrador, contrincante de Peña Nieta en las elecciones presidenciales de 2012, llegó incluso a ponerle fecha: debería ser antes del 1 de diciembre, después de lo cual la ley dice que se debe convocar a nuevas elecciones. Si la renuncia se diera después, el mandato se completaría con un representante del Congreso, probablemente salido de las filas del oficialista PRI.
 
Pero lo desconcertante del escenario mexicano, es que esta crisis golpe también con mucha fuerza a la oposición. La semana pasada, el líder opositor Cuauhtémoc Cárdenas, quien fue tres veces candidato a presidente por el Partido de la Revolución Democrática (PRD), renunció a la fuerza que él mismo había fundado hace 25 años.  

El PRD comenzó a sufrir una sangría interna y de prestigio desde que se conocieron las desapariciones de Ayotzinapa: José Luis Abarca, alcalde de Iguala, el poblado donde el 26 de septiembre se produjo el secuestro masivo de los estudiantes, era miembro de esta fuerza política, a la que también pertenecía el gobernador del estado, Ángel Aguirre Rivero, quien un mes después también debió dar un paso al costado.

Frente a esta doble vinculación política con los hechos de Ayotzinapa, el PRD inició una descomposición que pinta definitiva: Cárdenas salió a pedir la renuncia de toda la plana mayor del partido, en un intento desesperado por salvar lo que quedaba de la imagen maltrecha de lo que en algún momento fue una referencia “moral” frente al PRI. Sin embargo, el actual presidente del PRD, Carlos Navarrete, se opuso a la propuesta. Acto seguido, se produjo la renuncia “irrevocable” de Cárdenas.

Desde hace años, el PRD es manejado por un grupo de dirigentes híper pragmáticos, con vínculos personales antes que ideológicos, y hasta un apodo que bien podría ser de un cártel:  “los chuchos”. Los chuchos dominan un partido que es más una cáscara partidaria, una mueca desdibujada de lo que en su momento fue un intento de revivir la tradición progresista de la vieja revolución mexicana. Su incapacidad para acceder al gobierno federal lo confinó a gobiernos locales y bancas en el Congreso, que lo devolvieron al lugar de donde había salido, cuando se escindió el PRI: una fuerza burocratizada, presa de la lógica del posibilismo político.

¿Quién ocupa, entonces, la representación de una sociedad violentada, en un contexto económico y social de retroceso palpable? Un informe de Unicef publicado a mediados del año pasado, muestra que el 53.8% de la población infantil de México se encuentra por debajo de la línea de pobreza, con una clara tendencia a empeorar en los últimos años.

Ante la falta de una fórmula política-electoral -al menos una que logre quebrar el ciclo neoliberal- la respuesta a esta crisis viene de organizaciones sociales y movimientos de protesta espasmódicos e inconexos (así como ahora “todos somos Ayotzinapa”, en 2012 el movimiento estudiantil #YoSoy132 realizó multitudinarias manifestaciones). Este fenómeno también se da en la persistencia y multiplicación de grupos guerrilleros que pululan en distintos estados del país. Lejos de cualquier romanticismo y revival de los años dorados del zapatismo, este estado de cosas muestra el daño histórico de aquella frase aparentemente inocua, que parece haber anidado en México mejor que en cualquier otro país de la región: “cambiar el mundo sin tomar el poder”.

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